domingo, 21 de marzo de 2010

Cazadores de Fuegos


Las búsquedas de la noche nunca son infames, los bosques de cemento no se entreveran ni callan para devenir silencio. Es en los momentos de apuro, de mayor apresuramiento por alcanzar un estado de comodidad o de apacible estabilidad, cuando unas bocanadas de aire se acercan para aprisionarnos en calles de miedo o, por lo menos, de sospecha, y la pesada manta de estrellas nos cubre con confuso deleite… La expectativa no espera, se adelanta en prejuicios y devaneos sin meta; insistente, apremia y corrige las sombras en fantasmas del imaginario. Las calles se pierden en un lejano punto apenas iluminado por un camino de ocres destellos. Las voces de los árboles susurran en un perdido unísono multifónico y las hojas, cuando las hay, delatan a los perdidos que en la noche encuentran su cadalso. Parecería que en esos momentos se tarda más, se lentifica el esperado servicio, como si se escondiera detrás de las esquinas meditando la crisis o el asalto. Se retrasa en paz, con desgraciada indiferencia recorre los intestinos de cemento hurgando los recovecos más precisos y calando los cordones arruinados del día. Se toma su tiempo, se toma su tiempo para pasear y conocer lo que la oscura vuelta devela en borrosas imágenes y sin detenerse, salvo al llamado sediento, escala tímidamente las avenidas sin dejar más rastro que el gris imperceptible… Es una larga espera que, por lo general, deviene en incertidumbre, y confronta las razones más delirantes de la tardanza. Pero al ser trascendida por ese mismo letargo del tiempo, emerge la inquietud más perversa, una que se asemeja al olvido… Es cuando, en el caso que fuere, se decide calmar el atosigamiento angustiante, con el calmante predilecto, un analgésico delator. Se inicia el ritual milenario, las manos, aun impacientes, se apresuran, aunque cordial y medidamente, en apelmazar la hebra; la mirada perdida en el trasfondo de un horizonte estéril, y la herencia prometeica acciona su calor; la mirada retorna y se hunde en el hueco aun más oscuro que deliberadamente destella ante la capital ignición. Un fulgor casi eterno despierta lentamente en la inspiración profunda que aviva el rojo ardor. Los ojos se cierran, como cuando se logra la plenitud, y las vibraciones colapsan en un segundo de calma. El mismo gris invisible se deshace en un soplo de tenue brisa y las venas regularizan su tránsito. Es ahí, en ese instante trascendental que confluyen las simpatías más íntimas, que entre las sombras del largo sendero, se vislumbra con un vaivén lumínico un rinoceronte de metal, que se abalanza ante la presa humeante, como bólido cazador de fuego en la búsqueda de una víctima más…

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