jueves, 4 de febrero de 2016

Ropa Interior

Ropa Interior
Dir.: Gimena Torti
Componen: Florencia Álvarez, María del Mar Castronuovo, Virginia Covelli, Gimena Torti
Artista Invitada: Cristina Ribas
Espacio Teatral Cuatro Elementos, Febrero 2016




Mostrar la piel no alcanza para estar desnudo. Se vive desnudo cuando sólo se piensa en estar vestido. Vestidos de sentidos, de razones, de ideales; ojos juiciosos que (in)visten ropajes antiguos y adolecen de sensaciones actuales, miradas que visten significados heredados como una suma declaración unívoca de su pasado. La ropa interior que contiene la intimidad de ese pasado, oculta un afuera más íntimo que lo exterior, su máscara. 

Lo interior no es más que el afuera de toda exterioridad; entonces ahí sí, la piel se vuelve nuestro más profundo y poroso límite. No hay ropa que no sea interior, si el cuerpo olvida todo lo aprendido y se expande osadamente para abrazar el misterio que lo crea. Un cuerpo nunca termina de hacerse.




En Ropa Interior, parece que son cuatro cuerpos en escena, pero infinitos entre sí; y en el entrecruzamiento permanente de sus sincronías, perdura latente un gesto que desborda todo sentido, y se posa en la superficie de lo que cambia, de lo que muta y transforma. Cuerpos tejidos en la filigrana material de una construcción colectiva, donde todo se mueve en la simultaneidad sanguínea de sus pasos, sus (a)brazos, sus músculos y tendones… cuerpos entrelazados por afectos que multiplican sus vidas, que devienen colectivamente un cuerpo-danza. 

Cuatro cuerpos, y hay un quinto -una invitada dicen-, que opera inicialmente la apertura de un plano sensible con su movimiento (des)plegado entre palabras que brotan de un fondo sonoro, ulterior y siempre inasible. Palabras ardientes que explotan en el aire para increpar a esos cuerpos presentes. Su apertura explora el espacio como un corazón que late en alteradas marcaciones, una lengua inquieta que amplía las cavidades molares y expande un mar colorido de movimientos desfasados. Una invitada que deviene “precursor sombrío” entre las fuerzas reverberantes de la atmósfera escénica.




Mover el cuerpo no alcanza para danzar, cualquiera puede hacer eso… se danza cuando nace el movimiento íntimo de un cuerpo afectivo, que despliega la fuerza insurgente de desnudar el sentido común. Ese mismo sistema sensorio-motor que ordena despóticamente todos los movimientos, un protocolo policial del gesto que identifica e interpreta toda expresión. Por eso, nada es más crítico de la buena percepción ordinaria, que un cuerpo que danza la intensidad de su propia interioridad. 

Una danza disruptiva que efectúa la mirada abierta y simultánea de su piel palpitante, atravesando, rompiendo, agrietando el denso terciopelo narcótico de la percepción socialmente aceptada. Es un cuerpo que puede… y que se sostiene en vida por esa potencia que lo activa en medio de fuerzas desconocidas. Tal vez, danzar así, traiga como germen incipiente el acontecimiento de una vida que no cesa de pasar, de fluir infinitamente, en la intensidad derivada de una sensación aún imperceptible.




Cuatro (mil) cuerpos que se dedican a saltar la soga como experiencia del límite, seguirla en su contoneo, caminar sobre ella; cuerpos que dan a plegarse en la propia vestimenta y descender con ojos tomados por la unidimensionalidad de la mirada, un juego electrónico que computa efectos de autómatas (in)sensibles. Cuerpos que exhalan con fuego el aire ritualizado de un fondo muy personal que se agita ante el ocultamiento desesperante de su rostro. 

Los cuerpos al desnudarse no desafían ningún orden de lo cotidiano, si no perforan y deshacen la trillada identidad vestida de simulaciones con la que vivimos a diario. Placebos insistentes que surgen para cautivar el gusto de tener una identidad común, bailar al ritmo de lo que nos mueve, un ser-bailado en la sintonía amable de lo habitual. Un cuerpo vestido que desnuda una docilidad casi teológica al sostener el patrón de medida de toda musicalidad, esa que domina placenteramente el movimiento del cuerpo y del alma.




Despegarse de esa omnipresente mirada constitutiva implica abrir caminos en el interior de una sensación, calar entre sus fibras mínimas y perforar toda suerte de impedimentos que la oculte y la consolide. Sentir en la velocidad pautada de un ritmo métricamente determinado, sentir a velocidad estándar, es marcar el paso de una sensación. 

Lentificando el ritmo de lo que nos mueve, se puede alterar el andar de las sensaciones, y en esa densificación de la vivencia, la simultaneidad del acontecer porta el peso magro de lo desbordante como un grito explosivo de simiente incierta. Sentir siempre a velocidades y lentitudes infinitas.




Estalla, su cabeza razonable, un confuso conglomerado de polvo mental que es necesario implosionar (hacer polvo “estelar”) para abrir ese cuerpo plegado de vestimentas pasadas, harapos incipientes que se (com)portan como un ropero melancólico de todo lo que alguna vez se fue. Acción antropofagia indagatoria de un tiempo que nos constituye como el soporte muerto de una vida inexistente; y ahí mismo, en ese cuer(p)o, en ese pe(n)sar, se libra la más viva de todas las batallas: la imperiosa necesidad de arder deseosamente en preguntas. 

Una batalla de tensiones, de “extensiones” e “intensiones”, en un campo afectivo donde lo vibrátil de las fuerzas nativas de resistencia se lanzan a la confrontación insistente de una vida sin más, de una vida singular. Nada personal, nada individual, pura multiplicación de pliegues anónimos, afectos de una comunidad subterránea que no quiere ser reconocida, tan sólo dejada en paz.

   

       
No es más que danza, dicen. Una danza como territorio de experimentación sensible, una danza micropolítica que potencia los cuerpos efervescentes ante la anestesiada vida cotidiana, donde debe usar(se) lo que todos usan para tener la dignidad de una vida común. Y entre lo común se danza, con ese mínimo movimiento, con un con-mover extendido que afecta y recuerda un pasaje olvidado, que despierta un pas(e)ar repetido e ignorado, que funciona como operativa de desarticulación de la autómata vivencial. 

Se trata de una danza que apuesta por amplificar los pliegues de lo sensible y hacer proliferar las afecciones del alma. Porque tal vez sea ésa la mágica transformación del cuerpo, dar vida al alma sensible que adormece en las más íntimas entrañas de nuestros cuerpos. Quizás lo “interior” de la ropa vaya más allá de la desnudez y evoque el colorido fulgor del alma en sus carnales experiencias, en su profundidad más superficial.





Ropa Interior, expresa la desnudez de un cuerpo que no desea vestirse, que (re)clama con voz anímica cuando la ropa aprieta y sofoca, la desnudez de un cuerpo que resiste el embate de los que se apropiaron del alma como identidad última. Pues se ha hecho creer que el alma pertenece a otros ámbitos, pero no hay más alma que la producida en un encuentro entre cuerpos vivos, que atenta y cuidadosamente se apoyan, se sienten, se rozan, se calman, se rinden, se ronronean, se acarician, se vierten, se ocultan, se grisean, se palmean, se patinan, se aman. Tal vez, hoy, no haya mayor revolución que sostener un gesto amorosamente en el tiempo. 

El alma nunca ha dejado de ser el quantum intensivo de las relaciones corporales, y la danza, ésta danza llamada a sus contemporáneos, el trazado íntimo de una vida que aún no está definida ni figurada. Se trata quizás, de una danza que apuesta a la sensibilidad futura, aún no inventada. Ahí la línea oceánica que esta obra “contemporánea” produce: una y mil posibilidades de co-crear la potencia vital de un cuerpo siempre nuevo.