Dir.: Gimena Torti
Componen: Florencia Álvarez, María del Mar Castronuovo, Virginia Covelli, Gimena Torti
Artista Invitada: Cristina Ribas
Espacio Teatral Cuatro Elementos, Febrero 2016
Mostrar la piel
no alcanza para estar desnudo. Se vive desnudo cuando sólo se piensa en estar
vestido. Vestidos de sentidos, de razones, de ideales; ojos juiciosos que (in)visten
ropajes antiguos y adolecen de sensaciones actuales, miradas que visten
significados heredados como una suma declaración unívoca de su pasado. La ropa
interior que contiene la intimidad de ese pasado, oculta un afuera más íntimo
que lo exterior, su máscara.
Lo interior no es más que el afuera de toda exterioridad;
entonces ahí sí, la piel se vuelve nuestro más profundo y poroso límite. No hay
ropa que no sea interior, si el cuerpo olvida todo lo aprendido y se expande
osadamente para abrazar el misterio que lo crea. Un cuerpo nunca termina de
hacerse.
En Ropa Interior,
parece que son cuatro cuerpos en escena, pero infinitos entre sí; y en el
entrecruzamiento permanente de sus sincronías, perdura latente un gesto que
desborda todo sentido, y se posa en la superficie de lo que cambia, de lo que
muta y transforma. Cuerpos tejidos en la filigrana material de una construcción
colectiva, donde todo se mueve en la simultaneidad sanguínea de sus pasos, sus
(a)brazos, sus músculos y tendones… cuerpos entrelazados por afectos que
multiplican sus vidas, que devienen colectivamente un cuerpo-danza.
Cuatro
cuerpos, y hay un quinto -una invitada dicen-, que opera inicialmente la
apertura de un plano sensible con su movimiento (des)plegado entre palabras que
brotan de un fondo sonoro, ulterior y siempre inasible. Palabras ardientes que
explotan en el aire para increpar a esos cuerpos presentes. Su apertura explora
el espacio como un corazón que late en alteradas marcaciones, una lengua inquieta
que amplía las cavidades molares y expande un mar colorido de movimientos desfasados.
Una invitada que deviene “precursor sombrío” entre las fuerzas reverberantes de
la atmósfera escénica.
Mover el cuerpo
no alcanza para danzar, cualquiera puede hacer eso… se danza cuando nace el
movimiento íntimo de un cuerpo afectivo, que despliega la fuerza insurgente de
desnudar el sentido común. Ese mismo sistema sensorio-motor que ordena
despóticamente todos los movimientos, un protocolo policial del gesto que
identifica e interpreta toda expresión. Por eso, nada es más crítico de la buena
percepción ordinaria, que un cuerpo que danza la intensidad de su propia
interioridad.
Una danza disruptiva que efectúa la mirada abierta y simultánea
de su piel palpitante, atravesando, rompiendo, agrietando el denso terciopelo
narcótico de la percepción socialmente aceptada. Es un cuerpo que puede… y que se sostiene en vida por esa
potencia que lo activa en medio de fuerzas desconocidas. Tal vez, danzar así,
traiga como germen incipiente el acontecimiento de una vida que no cesa de
pasar, de fluir infinitamente, en la intensidad derivada de una sensación aún
imperceptible.
Cuatro (mil)
cuerpos que se dedican a saltar la soga como experiencia del límite, seguirla
en su contoneo, caminar sobre ella; cuerpos que dan a plegarse en la propia
vestimenta y descender con ojos tomados por la unidimensionalidad de la mirada,
un juego electrónico que computa efectos de autómatas (in)sensibles. Cuerpos
que exhalan con fuego el aire ritualizado de un fondo muy personal que se agita
ante el ocultamiento desesperante de su rostro.
Los cuerpos al desnudarse no
desafían ningún orden de lo cotidiano, si no perforan y deshacen la trillada
identidad vestida de simulaciones con la que vivimos a diario. Placebos
insistentes que surgen para cautivar el gusto de tener una identidad común,
bailar al ritmo de lo que nos mueve, un ser-bailado en la sintonía amable de lo
habitual. Un cuerpo vestido que desnuda una docilidad casi teológica al sostener
el patrón de medida de toda musicalidad, esa que domina placenteramente el
movimiento del cuerpo y del alma.
Despegarse de esa
omnipresente mirada constitutiva implica abrir caminos en el interior de una
sensación, calar entre sus fibras mínimas y perforar toda suerte de
impedimentos que la oculte y la consolide. Sentir en la velocidad pautada de un
ritmo métricamente determinado, sentir a velocidad estándar, es marcar el paso
de una sensación.
Lentificando el ritmo de lo que nos mueve, se puede
alterar el andar de las sensaciones, y en esa densificación de la vivencia, la
simultaneidad del acontecer porta el peso magro de lo desbordante como un grito
explosivo de simiente incierta. Sentir siempre a velocidades y lentitudes
infinitas.
Estalla, su
cabeza razonable, un confuso conglomerado de polvo mental que es necesario
implosionar (hacer polvo “estelar”) para abrir ese cuerpo plegado de
vestimentas pasadas, harapos incipientes que se (com)portan como un ropero
melancólico de todo lo que alguna vez se fue. Acción antropofagia indagatoria
de un tiempo que nos constituye como el soporte muerto de una vida inexistente;
y ahí mismo, en ese cuer(p)o, en ese pe(n)sar, se libra la más viva de todas
las batallas: la imperiosa necesidad de arder deseosamente en preguntas.
Una
batalla de tensiones, de “extensiones” e “intensiones”, en un campo afectivo
donde lo vibrátil de las fuerzas nativas de resistencia se lanzan a la
confrontación insistente de una vida sin más, de una vida singular. Nada
personal, nada individual, pura multiplicación de pliegues anónimos, afectos de
una comunidad subterránea que no quiere ser reconocida, tan sólo dejada en paz.
No es más que
danza, dicen. Una danza como territorio de experimentación sensible, una danza
micropolítica que potencia los cuerpos efervescentes ante la anestesiada vida
cotidiana, donde debe usar(se) lo que todos usan para tener la dignidad de una
vida común. Y entre lo común se
danza, con ese mínimo movimiento, con un con-mover extendido que afecta y
recuerda un pasaje olvidado, que despierta un pas(e)ar repetido e ignorado, que
funciona como operativa de desarticulación de la autómata vivencial.
Se trata
de una danza que apuesta por amplificar los pliegues de lo sensible y hacer
proliferar las afecciones del alma. Porque tal vez sea ésa la mágica transformación
del cuerpo, dar vida al alma sensible que adormece en las más íntimas entrañas
de nuestros cuerpos. Quizás lo “interior” de la ropa vaya más allá de la
desnudez y evoque el colorido fulgor del alma en sus carnales experiencias, en
su profundidad más superficial.
Ropa Interior,
expresa la desnudez de un cuerpo que no desea vestirse, que (re)clama con voz
anímica cuando la ropa aprieta y sofoca, la desnudez de un cuerpo que resiste
el embate de los que se apropiaron del alma como identidad última. Pues se ha
hecho creer que el alma pertenece a otros ámbitos, pero no hay más alma que la
producida en un encuentro entre cuerpos vivos, que atenta y cuidadosamente se
apoyan, se sienten, se rozan, se calman, se rinden, se ronronean, se acarician,
se vierten, se ocultan, se grisean, se palmean, se patinan, se aman. Tal vez,
hoy, no haya mayor revolución que sostener un gesto amorosamente en el tiempo.
El
alma nunca ha dejado de ser el quantum
intensivo de las relaciones corporales, y la danza, ésta danza llamada a sus
contemporáneos, el trazado íntimo de una vida que aún no está definida ni
figurada. Se trata quizás, de una danza que apuesta a la sensibilidad futura,
aún no inventada. Ahí la línea oceánica que esta obra “contemporánea” produce:
una y mil posibilidades de co-crear la potencia vital de un cuerpo siempre
nuevo.