lunes, 9 de enero de 2012

Una pregunta imposible


¿Qué hace que nos preguntemos “qué nos queda”? Luego de una revolución en el pensamiento que abrió todo lo posible a una divertida pluralidad de acontecimientos infinitos, luego de haber desgranado hasta más no poder todo sustento estable que el ser humano podría llegar a aspirar, sea por falta de seguridad sea por soberbia, ¿qué hace que sigamos pensando en el vacío que nos traga, que nos envuelve y nos devora? ¿qué hacemos de ese vacío en el que se fragmentan todas las tentaciones, sueños y títulos? ¿Despilfarro de lejanía o íntima correspondencia con lo más propio? Mayormente, lo usual, sería reírse o llorar, patalear, sentarse a cenar y mirar una buena película para calmar el terror, salvo que el terror surja del celuloide. Apasionados buscamos una salida, pero debemos saber que no la hay porque simplemente estamos dentro. Inmanencia pura. Vitalidad íntima. Es más que un suspiro lo que debemos sentir luego de atisbar que en el horizonte ya no queda más que caminos infinitos, una línea que se multiplica y se mezcla superficialmente entre todo lo que rodea, trazado ilimitado de pasiones sin nombre. No es más que el sostenimiento de un gran espacio conectivo que se sabe anónimo, que se vive anónimamente y que nos deja sin huellas, sin augurios, tan solo ebriedades danzantes, abrazadas y ausentes, de una implosión constante, atómicamente desproporcionada y vitalizada. Si nos deshacemos de todo eso, ¿qué nos queda? Una pregunta imposible: “¿qué nos queda?”… innecesaria, inservible, idiota. Solo los que se preguntan eso viven en la arrastrada nebulosa de las estrellas luminosas sin apreciar su pulsión íntima, su fuerza implosiva, que por cierto, no es de ella sino del cosmos.