El escapista. Acerca de la vida de Lucio Lemont.
Dir.: Alejandro
Arcuri | Grupo La Rosa de Cobre
Cuatro Elementos Espacio Teatral, Enero 2015
Una radio, una
máquina de coser, un bastón sosteniendo las ilusiones de los hambrientos… los
diarios, las noticias, los discursos, se cosen a puntada densa en los aires
insurgentes y necios de una época decadente. Detrás del telón, una ilusión que
se desvanece y flota feérica en las voces de aquellos que alguna vez
presenciaron su mágica figura. Se sabe que sólo se puede brillar en los oscuros
pactos del cinismo y la fama, que pronto dejan de donar sus espectaculares bendiciones.
Por fin, el olvido, una caída sepulcral en el fondo de la nada. Ya no más
luces, ya no más colores, ya no más funciones, tan solo la esperanza
desdibujada del regreso de aquel tiempo glorioso.
En momentos así
¿Cómo huir al olvido y deshacer el abandono? ¿Cómo escapar a la desidia de la pesadez?
¿Cómo sostener el intento de respirar sin ahogarse en el ardor de la
desesperanza? Ahí el escape, ahí la huida. Porque se huye para crear un mundo,
se huye por necesidad, porque huir es un movimiento que se pregunta por todo lo que hace estallar
la trama íntima de la vida… el amor, la conciencia, la carne, el éxito, las
bombas. Del pasaje por el olvido, donde la memoria traiciona, solo nos queda el
aroma lejano de una época triunfal, esa altura imposible de igualar por
ilusoria, por vertiginosa y suicida. Entonces, un escape se hace inevitable,
más que nunca, desde el valor potente de lo creativo, aunque eso implique
perder la cordura, la salud, incluso la identidad. Pero sabemos que siempre
habrá una huida más profunda que el escape por la puerta trasera –el suicidio,
es la mayor de las ilusiones, de las tristes, claro-.
Quizás esa huida sea a la manera de un rostro ingrávido, donde la ausencia endémica que imprime todo el peso gastado de un pasado en los hombros de quien ha sido ya olvidado, se convierte en un escape de todo lo que fue idéntico a uno mismo, de todo lo que se esperó de uno, de todo el deseo asesino de los que proyectan su vida afuera por temor a habitarla. Pero la ilusión siempre está, siempre retorna, como esa ilusión decrépita de volver, de volver a volver, y volver, que se filtra disimulada en el estado desesperado de un ya-casi atravesado por un demasiado-tarde. El vicio de saber que aún falta un poco más y mientras tanto la vida se nos escurre entre los dedos, entre los otros, como una sombra pálida de viejo farol oxidado.
Quizás esa huida sea a la manera de un rostro ingrávido, donde la ausencia endémica que imprime todo el peso gastado de un pasado en los hombros de quien ha sido ya olvidado, se convierte en un escape de todo lo que fue idéntico a uno mismo, de todo lo que se esperó de uno, de todo el deseo asesino de los que proyectan su vida afuera por temor a habitarla. Pero la ilusión siempre está, siempre retorna, como esa ilusión decrépita de volver, de volver a volver, y volver, que se filtra disimulada en el estado desesperado de un ya-casi atravesado por un demasiado-tarde. El vicio de saber que aún falta un poco más y mientras tanto la vida se nos escurre entre los dedos, entre los otros, como una sombra pálida de viejo farol oxidado.
Escapar, esa otra manera de volverse otro, de darse una vida.
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