martes, 13 de abril de 2010

Deleuze y el Juego Ideal (Parte I)

Deleuze, Gilles: Lógica del Sentido. Barcelona: Planeta-De Agostini, 1994. pp. 78-81

DÉCIMA SERIE: DEL JUEGO IDEAL

No solamente Lewis Carroll inventa juegos, o transforma las reglas de juegos conocidos (tenis, croquet), sino que invoca una especie de juego ideal del que; a primera vista, es difícil encontrar el sentido y la función: así, en Alicia, la carrera de conjurados, en la que se empieza cuando se quiere y se termina a voluntad; y la partida de croquet, en la que las bolas son erizos, los mazos flamencos rosas, los aros soldados que no dejan de desplazarse de un lugar a otro de la partida. Estos juegos tienen esto en común: son muy movidos, parecen no tener ninguna regla precisa y no implican ni vencedor ni vencido. No «conocemos» juegos tales, que parecen contradecirse ellos mismos.
Nuestros juegos conocidos responden a un cierto número de principios que pueden ser objeto de una teoría. Esta teoría conviene tanto a los juegos de destreza como a los de azar; sólo difiere la naturaleza de las reglas. 1 °) Un conjunto de reglas deben preexistir al ejercicio del juego; en cualquier caso, y cuando se uega, tienen un valor categórico; 2 °) estas reglas determinan hipótesis que dividen el azar, hipótesis de pérdida o ganancia (lo que ocurre si...); 3 °) estas hipótesis organizan el ejercicio del juego en una pluralidad de tiradas, real y numéricamente distintas, realizando cada una distribución fija que cae bajo tal o cual caso (incluso cuando se juega en una tirada, esta tirada no vale sino por la distribución fija que realiza y por su particularidad numérica); 4 °) las consecuencias de las tiradas se ordenan según la alternativa «victoria o derrota». Los caracteres de los juegos normales son pues las reglas categóricas preexistentes, las hipótesis distributivas, las distribuciones fijas y numéricamente distintas, los resultados consecuentes. Estos juegos son parciales por un doble motivo: porque no ocupan sino una parte de la actividad de los hombres, y porque, incluso llevados al absoluto, solamente retienen el azar en ciertos puntos, y dejan el resto al desarrollo mecánico de las consecuencias o a la destreza como arte de la causalidad. Es pues obligado que, siendo ellos mismos mixtos, remitan a otro tipo de actividad, el trabajo o la moral, de la que son la caricatura o la contrapartida, pero cuyos elementos integran también en un nuevo orden. Ya sea el hombre que apuesta de Pascal, o el Dios que juega al ajedrez de Leibniz, el juego sólo es tomado explícitamente como modelo en la medida en que él mismo tiene modelos implícitos que no son juegos: modelo moral del Bien o de lo Mejor, modelo económico de las causas y de los efectos, de los medios y de los fines.
No basta con oponer un juego «mayor» al juega menor del hombre, no un juego divino al juego humano; hay que imaginar otros principios, incluso inaplicables en apariencia, donde el juego se vuelva puro. 1 °) No hay reglas preexistentes; cada tirada inventa sus reglas, lleva en sí su propia regla. 2 °) En lugar de dividir el azar
en un número de tiradas realmente distintas, el conjunto de tiradas afirma todo el azar y no cesa de ramificarlo en cada tirada. 3 °) Las tiradas no son pues, en realidad, numéricamente distintas. Son cualitativamente distintas, pero todas son las formas cualitativas de un solo y mismo tirar, ontológicamente uno. Cada tirada es en sí misma una serie, pero en un tiempo más pequeño que el mínimo de tiempo continuo pensable; a este mínimo serial le corresponde una distribución de singularidades (1). Cada tirada emite puntos singulares, los puntos de los dados. Pero el conjunto de tiradas está comprendido en el punto aleatorio, único tirar que no cesa de desplazarse a través de todas las series, en un tiempo más grande que el
máximo de tiempo continuo pensable. Las tiradas son sucesivas unas respecto de otras, pero simultáneas respecto a este punto que cambia siempre la regla, que coordina y ramifica las series correspondientes, insuflando el azar a todo lo largo de cada una. El tirar único es un caos, del que cada tirada es un fragmento.
Cada tirada opera una distribución de singularidades, constelación. Pero en lugar de repartir un espacio cerrado en resultados fijos conforme a las hipótesis, son los resultados móviles que se reparten en el espacio abierto del tirar único y no repartido: distribución nómada y no sedentaria, en el que cada sistema de
singularidades comunica y resuena con los otros, a la vez implicado por los otros e implicándolos en el tirar mayor. Es el juego de los problemas y de la pregunta, y no de lo categórico y lo hipotético.
4 .º) Un juego tal, sin reglas, sin vencedores ni vencidos, sin responsabilidad, juego de la inocencia y carrera de conjurados en el que la destreza y el azar ya no se distinguen, parece no tener ninguna realidad. Además, no divertiría a nadie. Seguramente, no es el juego del hombre de Pascal, ni del Dios de Leibniz. Cuánta trampa en la apuesta moralizante de Pascal, qué mala tirada en la combinación económica de Leibniz. Con seguridad, todo esto no es el mundo como obra de arte. El juego ideal del que hablamos no puede ser realizado por un hombre o por un dios. Sólo puede ser pensado, y además pensado como sin sentido. Pero
precisamente es la realidad del pensamiento mismo. Es el inconsciente del pensamiento puro. Es cada pensamiento que forma una serie en un tiempo más pequeño que el mínimo de tiempo continuo conscientemente pensable. Es cada pensamiento que emite una distribución de singularidades. Son todos los
pensamientos que se comunican en un Largo pensamiento, que hace que se correspondan con su desplazamiento todas las formas o figuras de la distribución nómada, insuflando el azar por doquier y ramificando cada pensamiento, reuniendo «en una vez» el «cada vez» para «todas las veces». Porque afirmar todo el azar, hacer del azar un objeto de afirmación, sólo el pensamiento puede hacerlo. Y si se intenta jugar a este juego fuera del pensamiento, no ocurre nada, y si se intenta producir otro resultado que no sea la obra de arte, nada se produce. Es, pues, el juego reservado al pensamiento y al arte, donde ya no hay sino victorias para los que han sabido jugar, es decir, afirmar y ramificar el azar, en lugar de dividirlo para dominarlo, para apostar, para ganar. Este juego que sólo está en el pensamiento, y que no tiene otro resultado sino la obra de arte, es también lo que hace que el pensamiento y el arte sean reales y trastornen la
realidad, la moralidad y la economía del mundo.
En nuestros juegos conocidos, el azar está fijado en ciertos puntos: en los puntos de encuentro entre series causales independientes, por ejemplo, el movimiento de la ruleta y de la bola lanzada. Una vez producido el encuentro, las series confundidas siguen un mismo carril, al abrigo de cualquier nueva interferencia. Si un jugador se inclinara bruscamente y soplara con todas sus fuerzas, para acelerar o frenar la bola, sería detenido, expulsado y la tirada anulada. Sin embargo, ¿qué habría hecho excepto reinsuflar un poco de azar? Es así como J. L. Borges describe la lotería de Babilonia: «Si la lotería es una intensificación del azar, una periódica infusión del caos en el cosmos, ¿no convendría que el azar interviniera en todas las etapas del sorteo y no en una sola? ¿No es irrisorio que el azar dicte la muerte de alguien y que las circunstancias de esa muerte -la reserva, la publicidad, el plazo de una hora o de un siglo- no estén sujetas al azar?... En la
realidad el número de sorteos es infinito. Ninguna decisión es final, todas se ramifican en otras. Los ignorantes suponen que infinitos sorteos requieren un tiempo infinito; en realidad basta que el tiempo sea infinitamente subdivisible, como lo enseña la famosa parábola del Certamen con la Tortuga.» (2) (*) La pregunta fundamental que nos propone este texto es: ¿Cuál es este tiempo que no precisa ser infinito, sino solamente «infinitamente subdivisible»? este tiempo es el Aión. Hemos visto que el pasado, el presente y el futuro no eran en absoluto tres partes de una misma temporalidad, sino que formaban dos lecturas del tiempo, cada una completa y excluyendo a la otra: de una parte, el presente siempre limitado, que mide la acción de los cuerpos como causas, y el estado de sus mezclas en profundidad (Cronos); de otra parte el pasado y el futuro esencialmente ilimitados que recogen en la superficie los acontecimientos incorporales en tanto que efectos (Aión). La grandeza del pensamiento estoico consiste en mostrar a la vez la necesidad de las dos lecturas y su exclusión recíproca. Tan pronto se dirá que sólo existe el presente que reabsorbe o contrae en él al pasado y al futuro, y, de contracción en contracción cada vez más profundas, alcanza los límites del Universo entero para convertirse en un vivo presente cósmico. Basta entonces con proceder según el orden de las decontracciones para que el Universo vuelva a comenzar y todos sus presentes sean restituidos: el tiempo del presente es, pues, siempre un tiempo limitado, pero infinito en tanto que cíclico, en tanto que anima un eterno retorno físico como retorno de lo Mismo, y una eterna sabiduría moral como sabiduría de la Causa. Tan pronto, por el contrario, se dirá que únicamente subsisten el pasado y él futuro, que subdividen cada presente hasta el infinito por más pequeño que sea, y lo alargan sobre su línea vacía. La complementariedad del pasado y el futuro aparece claramente: y es que cada presente se divide en pasado y en futuro, hasta el infinito. O mejor, un tiempo así no es infinito, porque nunca vuelve sobre sí mismo sino que es ilimitado, en tanto que pura línea recta cuyas dos extremidades dejan de alejarse en el pasado, de alejarse en el porvenir. ¿Acaso no hay ahí, en el Aión, un laberinto completamente diferente que el de Cronos, todavía más terrible, y que ordena otro eterno retorno y otra ética (ética de los Efectos)? Pensemos de nuevo en las palabras de Borges: «Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta... para la otra vez que lo mate le prometo este laberinto, que consta de una sola línea recta y que es invisible, incesante.» (3)

NOTAS
1.- Sobre la idea de un tiempo más pequeño que el mínimo de tiempo continuo, véase Apéndice II.
2. - J. L. Borges, Ficciones, Alianza Ed., págs. 76-77. (El «conflicto con la Tortuga» parece una alusión no
sólo a la paradoja de Zenón, sino a la de Lewis Carroll que hemos visto anteriormente, y que Borges
resume en Discusión, Alianza Ed.) (*) El subrayado es de G. Deleuze. (Original, pág. 77.)
3. - Borges, Ficciones, págs. 162-163. {En su Historia de la eternidad, Borges no va tan lejos, y no parece
concebir otra forma de laberinto más que circular o cíclico.)
Entre los que han comentado el pensamiento estoico, Victor Goldschmidt ha analizado particularmente la coexistencia de las dos concepciones del tiempo: una, la de los presentes variables; otra, la de la subdivisión ilimitada en pasadofuturo (Le Système stoïcien et l'idée de temps, Vrin, 1953, págs. 36-40). Ha mostrado también, en los estoicos, la existencia de dos métodos y de dos actitudes morales. Pero la cuestión de saber si estas dos actitudes se corresponden con los dos tiempos, aún está oscura: no parece que sea así, según el comentario del autor. Con mayor razón, la cuestión de los dos eternos retornos tan diferentes, correspondientes a su vez a los dos tiempos, no aparece (al menos directamente) en el pensamiento estoico. Regresaremos sobre estos puntos.

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