Arte por asalto
La Mueca de
Tato Pavlovsky en El Séptimo Fuego.
Elenco: Santiago Ale, Matías Sassido, Leandro Fernandez
Strifezza, Ignacio Garrido, Agustina Anzoategui, Gabriel Casali
Realización escenográfica: Viviana Ruiz
Dirección: Marcos Moyano
El Séptimo Fuego, Bolivar 3675, Mar del Plata
La mueca detiene el tiempo
para abrir un gesto fuera del tiempo. No es sólo propiedad –y virtud- del
teatro, tajear nuestra cadena de montaje de lo cotidiano, para respirar un
cierto aire distinto, sino de todo aquello que trastoque la continuidad
normalizada con que nuestra percepción ha sido educada para su tranquilidad y
satisfacción. Lo sabemos bien, la dominación tiene vocación rutinaria y afán de
repetición, por eso tanto énfasis en la transparencia del lenguaje y el goce
perverso por el cumplimiento de las normas, a eso, llamamos, una vida normal.
Una obra de teatro bien
podría ordenarse en esas complacencias, no es el caso de La Mueca. Su caos inicial, ese balbuceo histriónico, da origen a la
vorágine apasionada de una sensibilidad animal que subyace a toda la obra, es
el germen incipiente que se necesita para inyectar un poco de vitalidad en
nuestras existencias mansas y aburguesadas. A eso, le tememos, y, paradójicamente,
le deseamos.
Hacer una mueca puede
resultar gracioso, por momentos trágico, pero siempre nos vemos en la obligación
de bautizarle un sentido, se nos hace imposible dejarla pasar así nomás. Porque
una mueca es el devenir-animal de la rostridad –demasiado- humana que supimos
conseguir para ser alguien, es decir, evidentes. Seguramente a fuerza de mucha
disciplina y buen comportamiento fuimos premiadxs (¿o preñadxs?) de un
ordenamiento eficaz de nuestros gestos.
Nuestro rostro, nuestra máscara, nuestra vida, se enlazan como un hilvanado modesto de sostenimientos que la realidad civilizada y capitalista se ha encargado de nombrar como el “buen pasar”, “la buena vida”, y más todavía, como la “digna vida humana que nos merecemos”. Domesticamos los animales para que se parezcan a nosotrxs, les nombramos y vestimos, como deseamos, pero ese deseo demasiado humano es la enfermedad que contagiamos al mundo.
Hacer una mueca es reponer cierta
animalidad primaria a cada gesto, la inhumanidad de fondo a cada acto, una
mueca nos dona una violencia extraña: la fuerza disruptiva del deseo que
irrumpe. La mueca resiste ser cotidiana, aburrida, protocolar y cortés, es más
bien el pasar insolente del deseo que hace brillar los ojos curiosos de las
conexiones vivas, inesperadas, fugitivas y delirantes. La mueca nos devuelve la
atención que hemos perdido a fuerza de una cruda domesticación, como hemos
hecho con los animales de compañía y consumo.
Hacer una mueca es un
asalto a la percepción ordinaria, captura nuestra atención, y nos erotiza. La
mueca-erótica es la línea transversal a esta obra, desde incestos cotidianos,
masturbaciones laborales, atracciones hermanadas, el pago por el sexo doméstico
-esa erótica educativa del capitalismo sensual-, y la intimidad estallada por
los ojos artificiales de observadores obscenos, hasta la erótica
heterolegalizada que se resiste a esa erótika rebelde de un deseo ilimitado y
voraz, todo es una hecatombe caótica del deseo polimorfo.
Inicialmente asistimos a un
pequeño manual de construcción de una mueca soñada: el Turco tiene su partido
esperado, Anibal enfoca los rasgos más emotivos, la pelota que se aproxima
lentamente, la ovación y la fama, todo diagramado en la expansión del
ojo-cámara como amplitud de una experiencia que si no se narra en cámara lenta
no se siente. Imposible de provocar, si no es así, la afectividad. De esa educativa
sensible estamos hechos para alertarnos ante las muecas ordenadoras de la
atención y la pedagogía sentimental consecuente con ese gesto. Aunque muy a
menudo, para lxs que soñamos, para lxs que nos rebelamos, los goles que hacemos
siempre son en contra… de todo lo que domina.
Los preparativos del asalto
no son diferentes a la producción de una mueca. Se requiere organización,
premeditación, y paciencia. Unas maletas que aguarden en el lugar indicado,
como la posición en el campo de juego. Hay estrategia previa, y una táctica a
desplegar. El libreto es excesivo, pero a veces ordena los puntos mínimos para
no perderse. Se baila efusivamente para celebrar el éxtasis necesario que
empodere el deseo por un asalto bien logrado, por lo que se hace necesario
buscar el contacto de prestigio, de alguien importante que legitime, aunque sólo
sea en apariencia, como si necesitáramos parodiar aquello que buscamos
destronar. Hacerlo cercano, íntimo, porque el ataque se vuelve siempre más
efectivo cuando se hace en la inmediata cercanía. No hay guion esta vez, se
prueba y confía en las experiencias pasadas, aunque cueste entrar en la locura
con ello.
Lo dicho, la burguesía no
se diferencia mucho entre sí, es la misma en muchos lugares. Su cotidiano se asemeja
a una serie de netflix, su trama es demasiado evidente, y pese a ello, no se
puede parar de ver. Un monólogo histerizado, eléctrico, lo deja clarísimo. La
irritabilidad es el síntoma de una vida intolerante a todo aquello que llegue
imprevistamente. Sea una palabra que no acepte la Real Academia, sea un apuro
fisiológico, o la ruptura de un goce inminente. Lo que les duele, lo que los
exaspera, es el límite impuesto: justamente eso que el capitalismo no tiene, su
voracidad sin límites, irrespetuosa, es la condición para alcanzar la “buena
vida”.
Paradójicamente, una
erótica cronometrada se impone y el deseo obliga traspasar el límite con el
condimento irresistible: el dinero. La erótica burguesa nunca ha sido más que
el flujo deseante del capital: el dinero es la medida de la erótica
capitalística. La droga excita si abre el flujo, sea de la sexualidad o de la
medrosidad, no importa mucho en una vida burguesa que no distingue más que el
dinero como relación. La droga debe estar, sin ella, es imposible hacer que
algo sea –se sienta- verdadero.
El asalto de la troupe inyecta la sustancia más incierta,
un caos que no busca dinero. Carlos y Elena se vuelven cercanos, cada vez más
cercanos, entre ellxs mismxs, y con lxs nuevxs visitantes. La cámara recorre los
planos diversos que expanden las escenas como un poliedro vertiginoso que
multiplica las muecas. Las muecas secretas que se esconden en los rostros
caretas son liberadas, a la vez, por las sustancias y las cámaras, si no es que
son la misma cosa en una vida burguesa.
La cosa se pone
seria: ahora se empieza a actuar en serio, se dice. Imágenes renacentistas dan
cuenta de un arte serio, porque su búsqueda no refleja violencia. El Sueco no
puede hacer más que doblar esas imágenes y recobrar su trasfondo risueño, ese que
disuelve la pomposidad de toda la escena, y del Flaco por cierto, quien en su
porte carga esa solemnidad distinguida como máscara de la más cruenta violencia
masculina. Espejos y dobles de sí mismos, el Sueco y el Flaco, se enlazan en
una erótica hermanada.
El sentido
común de los que ceden a la vida normal se aterra ante las eróticas hermanadas,
porque les genera confusión en su mente y, más, una repugnancia en su piel. La
pregunta confusa perdura en descubrir si es un asalto comunista o el idealista,
pero mucho más confusa al descubrir que se trata del arte, de lo que hace un
artista. El sentido común no puede imaginar siquiera lo que el arte puede hacer
con la propia sensibilidad, le desborda, lo confunde, lo horroriza, y es ahí
donde el arte –el artista- encuentra el esplendor de su potencia visionaria. El
arte es un asalto poético-político a la sensibilidad domesticada de la
burguesía.
Mientras el guion
se reescribe en notas al vuelo, el caos regresa en una intensificación del
asalto y una posesión arrebatada de los cuerpos. Para rescatar algo hay que
violentar: “Kubrick” dicen, y la mecánica naranja se activa encarnizadamente. La
ronda hace un juego de pasamanos con el cuerpo de Elena, el ultraje es
intolerable, y en sus rostros brota una mínima satisfacción: la evidencia
sensible, inmediata, de experimentar en el propio cuerpo, un cuerpo-objeto que
es tocado cual dinero ardiente. No se distingue humanidad en el trato, solo la
insensible y displicente relación que el capitalismo provoca con todo lo que
toca.
Percibir la
humillación en carne propia, la misma deshonra con que la burguesía se
relaciona. Sabemos que la humillación provoca indignación, y que la indignación
profundizada produce una ciega valentía. Hay una gracia un tanto trágica en esa
burguesía obligada a defender todo el tiempo aquello que ha logrado obtener a
razón de doblegar y arrebatar, de maltratar y menospreciar. Es su orgullo esa
defensa, y a la vez, su condena.
Tiene un discreto encanto esa burguesía
envalentonada cuando enarbola, celeste y blancamente, los valores del trabajo
sacrificado, de una vida dedicada a full para
la acumulación y la expropiación. El grito se expande en lo alto como un eco
reverberante de las voces comunes que se legitiman en la moral del trabajo
forzado, es su orgullo, se dijo, y su condena: su trabajo forzado es sostener la careta decente de la “vida normal”.
Carlos expone
su decálogo del buen laburante fascista y xenófobo, Elena la agita desde las
alturas como un eco que confirma y refuerza ese decálogo expandido y estallado
en el cuerpo de El Sueco. La violencia rebota en una confesión obligada, se
vuelve contra sí. Carlos no puede sino humillarse a sí mismo al revelar sus
secretos íntimos. Doble violencia sobre sí que se vuelve revelación y evidencia
de la violencia ejercida en lo cotidiano. La educación en la violencia secreta
y silenciada, percibida como todo aquello que es necesario hacer para alcanzar
el éxito, es el logro más celebrado del capitalismo.
Vidas precarias, de
lenguaje y experiencia, la precarización de la vida es el arrebato de la
sensibilidad, y más todavía, es el saqueo de la autonomía en la producción de
la propia experiencia. Un marxismo expandido, un tanto tuneado, podría decir
que no sólo se han adueñado de los medios de producción materiales, sino
también de los medios de producción anímicos, mnémicos, imaginativos, y desde
luego, estéticos.
Atados,
torturados, doblegados y humillados, así la vida se sostiene en esa recurrencia
nefasta como el esfuerzo necesario para mantener la llamada calidad de vida. El esfuerzo es claro,
no hay confusión ahí, por eso resulta natural y evidente, o sea, inconmovible.
La apuesta del artista debe ser igualmente conmocionante, se dice que uno
aprende sólo cuando vive intensamente algo: ese es el lema, el plan y el guion,
es la irresistible mueca que se busca estilar en las caretas burguesas de los
Carlos y las Elenas –que conocemos, que llevamos dentro-.
Luego de las
humillaciones, los maltratros, los envalentonamientos, y las confesiones, ya no
hay vuelta atrás. El Sueco decide susurrarles el sentido de todo lo que vienen
haciendo. Sabe con profunda certeza que ya es irreversible, que han logrado
pasar la tranquila línea de lo rutinario. Como buen pedagogo expone lo que la
época necesita del arte: ultrajar la sensibilidad pasiva de espectador y hacer
estallar ese debilitamiento en un acto magistral de sensibilidad burbujeante,
efervescente y novedosa. El arte es una mueca infinitamente multiplicada de
sentidos que estallan en otras sensibilidades nuevas.
Pero sabemos que eso no
alcanza, porque Carlos tiene su sensibilidad también, pero no es más que una
sensibilidad pasiva de esa que se aprende
de leer la historia que los demás hacen con su sangre. Una sensibilidad
teledirigida, empaquetada y enviada a domicilio, una sensibilidad de espectador
de media fila, que ni se anima al agudo análisis del distanciamiento de la
última fila, ni le da para el coraje carnal de una primera fila. Por eso no
alcanza con un solo estallido, es necesaria una estrategia más dinámica de
microestallidos reiterados para conmover semejante historia de caretajes
actorales, estrellas de mar en hipocresías, encubrimientos y falsedades.
Se requiere de un artista-estratega,
que guste de ese gesto impropiamente político de una vida estética, de
contagiar lo efusivo de la sensibilidad vital, como un acto revolucionario ante
la apatía generalizada de la burguesía domesticada. Se hace necesario socavar
la intimidad, ultrajar lo más propio, para desajustar las tramas sensibles de
esa educación sentimental de novela-de-tres-de-la-tarde con la que fue
elaborada la “obra de arte” de la vida burguesa. La obligación de actuar
magníficamente las 24hs del día para que la verdad del sistema no se revele,
para que la matriz no sea descubierta.
La estrategia final que da
el estallido glorioso de la troupe artística es el archivo digital de la
erótica encubierta. El sueco hace un gesto impecable de adobar el ego de
Carlos, lo lleva pacientemente por el camino del propio reconocimiento narcisista,
del esfuerzo que han requerido todos sus logros, para luego dar la estocada
mortífera y poner frente a sí –y frente a Elena- su mayores secretos. Lo mismo
sucede con Elena y la herida se agudiza. Pero cuidado, no hay motivos
moralistas en esto, solo fines artísticos. Lo que se desea, lo que se busca, es
producir las condiciones de posibilidad de la mueca-erótica, que provoque el
sismo existencial donde el abismo fagocite todo resquicio de normalidad. La
huida es inminente, inmediata.
La
Mueca es una obra de
orfebrería sensible que se inmiscuye microfísicamente en la matriz de la
burguesía contemporánea, en la vida neoliberal que nos atraviesa en todos los
planos de nuestra existencia. Nos multiplica las miradas, los afectos, los
expande y remarca, nos hace sensible el poliedro cristalino de perspectivas
necesarias para dar cuenta de la complejidad en la estamos metidos. No hay
pedagogía doctrinal de las emociones en esta obra. Está muy lejos de darnos una
direccionalidad en el sentir, porque aquello que se expresa en las intenciones
de los personajes que componen la obra resulta espejado en la corporalidad de
lxs espectadores. Esa es su coherencia político-estética.
La
Mueca efectúa el gesto
poético-político que necesitamos en esta época. Contrae el germen visionario de
lo que posiblemente será el futuro de nuestras prácticas artísticas y
escénicas, en su paradójica condición: o bien servir al capital y la vida
burguesa realizando espectáculos artísticos en las casas de los adinerados, que
al no poder sensibilizarse en su vida diaria, se ven obligados a contratar
colectivos de artistas que les hagan sentir la intensidad de una experiencia; o
bien, será que activar en las calles ya no alcanzará y será necesario que los
colectivos de artistas se arriesguen a componer el gesto artivista de intervenir en la profundidad de la intimidad de las
vidas burguesas neoliberales, para provocar una conmoción sísmica en el
torrente nervioso de la sensibilidad y con ello abrir el imaginario posible de
otros modos de vida. Sea una u otra, o ambas, La Mueca es el asalto del arte en nuestra sensibilidad pasiva de
espectadores, un arte por asalto.