jueves, 30 de enero de 2020

Arte por Asalto. La Mueca de Tato Pavlovsky


Arte por asalto
La Mueca de Tato Pavlovsky en El Séptimo Fuego.

Elenco: Santiago Ale, Matías Sassido, Leandro Fernandez Strifezza, Ignacio Garrido, Agustina Anzoategui, Gabriel Casali
Realización escenográfica: Viviana Ruiz
Dirección: Marcos Moyano
El Séptimo Fuego, Bolivar 3675, Mar del Plata




La mueca detiene el tiempo para abrir un gesto fuera del tiempo. No es sólo propiedad –y virtud- del teatro, tajear nuestra cadena de montaje de lo cotidiano, para respirar un cierto aire distinto, sino de todo aquello que trastoque la continuidad normalizada con que nuestra percepción ha sido educada para su tranquilidad y satisfacción. Lo sabemos bien, la dominación tiene vocación rutinaria y afán de repetición, por eso tanto énfasis en la transparencia del lenguaje y el goce perverso por el cumplimiento de las normas, a eso, llamamos, una vida normal.

Una obra de teatro bien podría ordenarse en esas complacencias, no es el caso de La Mueca. Su caos inicial, ese balbuceo histriónico, da origen a la vorágine apasionada de una sensibilidad animal que subyace a toda la obra, es el germen incipiente que se necesita para inyectar un poco de vitalidad en nuestras existencias mansas y aburguesadas. A eso, le tememos, y, paradójicamente, le deseamos.  





Hacer una mueca puede resultar gracioso, por momentos trágico, pero siempre nos vemos en la obligación de bautizarle un sentido, se nos hace imposible dejarla pasar así nomás. Porque una mueca es el devenir-animal de la rostridad –demasiado- humana que supimos conseguir para ser alguien, es decir, evidentes. Seguramente a fuerza de mucha disciplina y buen comportamiento fuimos premiadxs (¿o preñadxs?) de un ordenamiento eficaz de nuestros gestos.

Nuestro rostro, nuestra máscara, nuestra vida, se enlazan como un hilvanado modesto de sostenimientos que la realidad civilizada y capitalista se ha encargado de nombrar como el “buen pasar”, “la buena vida”, y más todavía, como la “digna vida humana que nos merecemos”. Domesticamos los animales para que se parezcan a nosotrxs, les nombramos y vestimos, como deseamos, pero ese deseo demasiado humano es la enfermedad que contagiamos al mundo.  





Hacer una mueca es reponer cierta animalidad primaria a cada gesto, la inhumanidad de fondo a cada acto, una mueca nos dona una violencia extraña: la fuerza disruptiva del deseo que irrumpe. La mueca resiste ser cotidiana, aburrida, protocolar y cortés, es más bien el pasar insolente del deseo que hace brillar los ojos curiosos de las conexiones vivas, inesperadas, fugitivas y delirantes. La mueca nos devuelve la atención que hemos perdido a fuerza de una cruda domesticación, como hemos hecho con los animales de compañía y consumo.

Hacer una mueca es un asalto a la percepción ordinaria, captura nuestra atención, y nos erotiza. La mueca-erótica es la línea transversal a esta obra, desde incestos cotidianos, masturbaciones laborales, atracciones hermanadas, el pago por el sexo doméstico -esa erótica educativa del capitalismo sensual-, y la intimidad estallada por los ojos artificiales de observadores obscenos, hasta la erótica heterolegalizada que se resiste a esa erótika rebelde de un deseo ilimitado y voraz, todo es una hecatombe caótica del deseo polimorfo. 





Inicialmente asistimos a un pequeño manual de construcción de una mueca soñada: el Turco tiene su partido esperado, Anibal enfoca los rasgos más emotivos, la pelota que se aproxima lentamente, la ovación y la fama, todo diagramado en la expansión del ojo-cámara como amplitud de una experiencia que si no se narra en cámara lenta no se siente. Imposible de provocar, si no es así, la afectividad. De esa educativa sensible estamos hechos para alertarnos ante las muecas ordenadoras de la atención y la pedagogía sentimental consecuente con ese gesto. Aunque muy a menudo, para lxs que soñamos, para lxs que nos rebelamos, los goles que hacemos siempre son en contra… de todo lo que domina.

Los preparativos del asalto no son diferentes a la producción de una mueca. Se requiere organización, premeditación, y paciencia. Unas maletas que aguarden en el lugar indicado, como la posición en el campo de juego. Hay estrategia previa, y una táctica a desplegar. El libreto es excesivo, pero a veces ordena los puntos mínimos para no perderse. Se baila efusivamente para celebrar el éxtasis necesario que empodere el deseo por un asalto bien logrado, por lo que se hace necesario buscar el contacto de prestigio, de alguien importante que legitime, aunque sólo sea en apariencia, como si necesitáramos parodiar aquello que buscamos destronar. Hacerlo cercano, íntimo, porque el ataque se vuelve siempre más efectivo cuando se hace en la inmediata cercanía. No hay guion esta vez, se prueba y confía en las experiencias pasadas, aunque cueste entrar en la locura con ello.





Lo dicho, la burguesía no se diferencia mucho entre sí, es la misma en muchos lugares. Su cotidiano se asemeja a una serie de netflix, su trama es demasiado evidente, y pese a ello, no se puede parar de ver. Un monólogo histerizado, eléctrico, lo deja clarísimo. La irritabilidad es el síntoma de una vida intolerante a todo aquello que llegue imprevistamente. Sea una palabra que no acepte la Real Academia, sea un apuro fisiológico, o la ruptura de un goce inminente. Lo que les duele, lo que los exaspera, es el límite impuesto: justamente eso que el capitalismo no tiene, su voracidad sin límites, irrespetuosa, es la condición para alcanzar la “buena vida”.

Paradójicamente, una erótica cronometrada se impone y el deseo obliga traspasar el límite con el condimento irresistible: el dinero. La erótica burguesa nunca ha sido más que el flujo deseante del capital: el dinero es la medida de la erótica capitalística. La droga excita si abre el flujo, sea de la sexualidad o de la medrosidad, no importa mucho en una vida burguesa que no distingue más que el dinero como relación. La droga debe estar, sin ella, es imposible hacer que algo sea –se sienta- verdadero.





El asalto de la troupe inyecta la sustancia más incierta, un caos que no busca dinero. Carlos y Elena se vuelven cercanos, cada vez más cercanos, entre ellxs mismxs, y con lxs nuevxs visitantes. La cámara recorre los planos diversos que expanden las escenas como un poliedro vertiginoso que multiplica las muecas. Las muecas secretas que se esconden en los rostros caretas son liberadas, a la vez, por las sustancias y las cámaras, si no es que son la misma cosa en una vida burguesa.

La cosa se pone seria: ahora se empieza a actuar en serio, se dice. Imágenes renacentistas dan cuenta de un arte serio, porque su búsqueda no refleja violencia. El Sueco no puede hacer más que doblar esas imágenes y recobrar su trasfondo risueño, ese que disuelve la pomposidad de toda la escena, y del Flaco por cierto, quien en su porte carga esa solemnidad distinguida como máscara de la más cruenta violencia masculina. Espejos y dobles de sí mismos, el Sueco y el Flaco, se enlazan en una erótica hermanada. 




El sentido común de los que ceden a la vida normal se aterra ante las eróticas hermanadas, porque les genera confusión en su mente y, más, una repugnancia en su piel. La pregunta confusa perdura en descubrir si es un asalto comunista o el idealista, pero mucho más confusa al descubrir que se trata del arte, de lo que hace un artista. El sentido común no puede imaginar siquiera lo que el arte puede hacer con la propia sensibilidad, le desborda, lo confunde, lo horroriza, y es ahí donde el arte –el artista- encuentra el esplendor de su potencia visionaria. El arte es un asalto poético-político a la sensibilidad domesticada de la burguesía. 

Mientras el guion se reescribe en notas al vuelo, el caos regresa en una intensificación del asalto y una posesión arrebatada de los cuerpos. Para rescatar algo hay que violentar: “Kubrick” dicen, y la mecánica naranja se activa encarnizadamente. La ronda hace un juego de pasamanos con el cuerpo de Elena, el ultraje es intolerable, y en sus rostros brota una mínima satisfacción: la evidencia sensible, inmediata, de experimentar en el propio cuerpo, un cuerpo-objeto que es tocado cual dinero ardiente. No se distingue humanidad en el trato, solo la insensible y displicente relación que el capitalismo provoca con todo lo que toca.





Percibir la humillación en carne propia, la misma deshonra con que la burguesía se relaciona. Sabemos que la humillación provoca indignación, y que la indignación profundizada produce una ciega valentía. Hay una gracia un tanto trágica en esa burguesía obligada a defender todo el tiempo aquello que ha logrado obtener a razón de doblegar y arrebatar, de maltratar y menospreciar. Es su orgullo esa defensa, y a la vez, su condena.  
Tiene un discreto encanto esa burguesía envalentonada cuando enarbola, celeste y blancamente, los valores del trabajo sacrificado, de una vida dedicada a full para la acumulación y la expropiación. El grito se expande en lo alto como un eco reverberante de las voces comunes que se legitiman en la moral del trabajo forzado, es su orgullo, se dijo, y su condena: su trabajo forzado es sostener la careta decente de la “vida normal”.





Carlos expone su decálogo del buen laburante fascista y xenófobo, Elena la agita desde las alturas como un eco que confirma y refuerza ese decálogo expandido y estallado en el cuerpo de El Sueco. La violencia rebota en una confesión obligada, se vuelve contra sí. Carlos no puede sino humillarse a sí mismo al revelar sus secretos íntimos. Doble violencia sobre sí que se vuelve revelación y evidencia de la violencia ejercida en lo cotidiano. La educación en la violencia secreta y silenciada, percibida como todo aquello que es necesario hacer para alcanzar el éxito, es el logro más celebrado del capitalismo.

Vidas precarias, de lenguaje y experiencia, la precarización de la vida es el arrebato de la sensibilidad, y más todavía, es el saqueo de la autonomía en la producción de la propia experiencia. Un marxismo expandido, un tanto tuneado, podría decir que no sólo se han adueñado de los medios de producción materiales, sino también de los medios de producción anímicos, mnémicos, imaginativos, y desde luego, estéticos. 





Atados, torturados, doblegados y humillados, así la vida se sostiene en esa recurrencia nefasta como el esfuerzo necesario para mantener la llamada calidad de vida. El esfuerzo es claro, no hay confusión ahí, por eso resulta natural y evidente, o sea, inconmovible. La apuesta del artista debe ser igualmente conmocionante, se dice que uno aprende sólo cuando vive intensamente algo: ese es el lema, el plan y el guion, es la irresistible mueca que se busca estilar en las caretas burguesas de los Carlos y las Elenas –que conocemos, que llevamos dentro-.

Luego de las humillaciones, los maltratros, los envalentonamientos, y las confesiones, ya no hay vuelta atrás. El Sueco decide susurrarles el sentido de todo lo que vienen haciendo. Sabe con profunda certeza que ya es irreversible, que han logrado pasar la tranquila línea de lo rutinario. Como buen pedagogo expone lo que la época necesita del arte: ultrajar la sensibilidad pasiva de espectador y hacer estallar ese debilitamiento en un acto magistral de sensibilidad burbujeante, efervescente y novedosa. El arte es una mueca infinitamente multiplicada de sentidos que estallan en otras sensibilidades nuevas.   





Pero sabemos que eso no alcanza, porque Carlos tiene su sensibilidad también, pero no es más que una sensibilidad pasiva de esa que se aprende de leer la historia que los demás hacen con su sangre. Una sensibilidad teledirigida, empaquetada y enviada a domicilio, una sensibilidad de espectador de media fila, que ni se anima al agudo análisis del distanciamiento de la última fila, ni le da para el coraje carnal de una primera fila. Por eso no alcanza con un solo estallido, es necesaria una estrategia más dinámica de microestallidos reiterados para conmover semejante historia de caretajes actorales, estrellas de mar en hipocresías, encubrimientos y falsedades.   

Se requiere de un artista-estratega, que guste de ese gesto impropiamente político de una vida estética, de contagiar lo efusivo de la sensibilidad vital, como un acto revolucionario ante la apatía generalizada de la burguesía domesticada. Se hace necesario socavar la intimidad, ultrajar lo más propio, para desajustar las tramas sensibles de esa educación sentimental de novela-de-tres-de-la-tarde con la que fue elaborada la “obra de arte” de la vida burguesa. La obligación de actuar magníficamente las 24hs del día para que la verdad del sistema no se revele, para que la matriz no sea descubierta.  





La estrategia final que da el estallido glorioso de la troupe artística es el archivo digital de la erótica encubierta. El sueco hace un gesto impecable de adobar el ego de Carlos, lo lleva pacientemente por el camino del propio reconocimiento narcisista, del esfuerzo que han requerido todos sus logros, para luego dar la estocada mortífera y poner frente a sí –y frente a Elena- su mayores secretos. Lo mismo sucede con Elena y la herida se agudiza. Pero cuidado, no hay motivos moralistas en esto, solo fines artísticos. Lo que se desea, lo que se busca, es producir las condiciones de posibilidad de la mueca-erótica, que provoque el sismo existencial donde el abismo fagocite todo resquicio de normalidad. La huida es inminente, inmediata.

La Mueca es una obra de orfebrería sensible que se inmiscuye microfísicamente en la matriz de la burguesía contemporánea, en la vida neoliberal que nos atraviesa en todos los planos de nuestra existencia. Nos multiplica las miradas, los afectos, los expande y remarca, nos hace sensible el poliedro cristalino de perspectivas necesarias para dar cuenta de la complejidad en la estamos metidos. No hay pedagogía doctrinal de las emociones en esta obra. Está muy lejos de darnos una direccionalidad en el sentir, porque aquello que se expresa en las intenciones de los personajes que componen la obra resulta espejado en la corporalidad de lxs espectadores. Esa es su coherencia político-estética.

La Mueca efectúa el gesto poético-político que necesitamos en esta época. Contrae el germen visionario de lo que posiblemente será el futuro de nuestras prácticas artísticas y escénicas, en su paradójica condición: o bien servir al capital y la vida burguesa realizando espectáculos artísticos en las casas de los adinerados, que al no poder sensibilizarse en su vida diaria, se ven obligados a contratar colectivos de artistas que les hagan sentir la intensidad de una experiencia; o bien, será que activar en las calles ya no alcanzará y será necesario que los colectivos de artistas se arriesguen a componer el gesto artivista de intervenir en la profundidad de la intimidad de las vidas burguesas neoliberales, para provocar una conmoción sísmica en el torrente nervioso de la sensibilidad y con ello abrir el imaginario posible de otros modos de vida. Sea una u otra, o ambas, La Mueca es el asalto del arte en nuestra sensibilidad pasiva de espectadores, un arte por asalto.     




lunes, 11 de febrero de 2019

Biopolítica Estética. CuerpXs, Sensibilidades y Dispositivos Micropolíticos



Biopolítica estética: cuerpxs, sensibilidades y dispositivos micropolíticos entre el arte y la educación.*

Es preciso aprender a ver, y no solamente abrir los ojos
D. Le Breton[1]

Se hace una performance, un entramado de sensibilidades, de cuerpxs, que expresan algo de la materialidad más cruda de nuestra actual manera de vivir… “Ante la Bolsa cientos de manifestantes con dinero gratis en sus cuerpos afirmaron “nosotros somos la vida”. Dinero gratis ha estado en la calle, en los periódicos e incluso en la televisión. Pero nadie ha hablado de él. ¿Se puede hablar del viento? El viento limpia el mundo de horizontes. Y con los horizontes se marcha el miedo. Entonces se puede ver que el dinero gratis no se opone a “otro mundo es posible”: sencillamente lo destruye. Lo vacía de ingenuidad, le saca toda autocomplacencia. [Compro dinero, divisa, dólar, euro, yenes? Compro dinero, ¿con qué cuerpo compro dinero?] Pero, sobre todo, denuncia bien alto su función adormecedora. “otro mundo es posible” es la canción de cuna que nos cantan los que desean que nada cambie: hay que negociar con la realidad, hay que ser constructivos… Hoy día no existe peor acusación que la de no ser constructivos. ¡Nos gustaría tanto ser positivos! ¡Nos gustaría tanto ser arrullados por estos estribillos! El desarrollo sostenible es la eterna primavera del capital. La ecología es su mala conciencia. El consenso democrático no es más que la censura cuando todo se puede decir… La única pregunta interesante es: ¿cuánto autoengaño necesito para soportar esta existencia miserable?”.[2]
  Nihilismo y precariedad, son las plataformas dinámicas y más apropias para el despliegue activo del capitalismo contemporáneo. Nuestras existencias se ven despojadas, respectivamente, de todo sentido y valor, lo que conlleva un efecto obligado en la carencia de producción autónoma de la sensibilidad. Sabemos, por Foucault[3], que el poder ha tomado la vida por asalto, y que su ataque se ha perpetrado en la sencilla proclama de volver toda actividad vital de las personas a un registro estadístico sustentado por el reservorio biológico de su expresión. Según la mirada biopolítica, la población no ha sido sino un modo de codificación de las acciones vitales bajo el registro de una estadística redituable para las formas de normalización y moralización de todo aquello que hemos convenido en llamar vida. En ese gesto de traducción de todas esas acciones cotidianas a un registro efectivo y material de legislación gubernamental, se abrió la disponibilidad de agenciar una captura mucho más profunda de la sensibilidad de las subjetividades modernas europeas –y sin duda, latinoamericanas-, la penetración del nihilismo como sensibilidad propia del progreso y el aceleramiento de la producción capitalista. Peter Pelbart, expresa que este nihilismo ha realizado una operación de desvalorización metafísica sobre la vida, al proyectar valores trascedentes a la propia existencia inmanente del vivir, y depositarlos esperanzadoramente en otro antiquísimo o adveniente tiempo. La sensación inmediata de esperanza, resignación o fatiga, recae en un profundo sedimento desvalorizado que expresa: “todo es igual, nada vale la pena”[4]. Una larga exhalación desganada que expresa un pasaje de la potencia vital al biopoder esterilizante que se traduce en un fondo precario de existencia común, existencias que ya ni siquiera saben de su propia vitalidad, porque han desistido a toda experimentación y sentido. Esta producción sensible del agotamiento desvalorizante de la vida es el efecto directo de las tecnologías que componen ese dispositivo fármaco-espectacular (molecular, se podría decir también) de la Biopolítica Estética.      
Muy sintéticamente, la biopolítica sería un modo del biopoder que se interesa por conducir las conductas de la población, y regular sus acciones desde el convencimiento y la internalización de las normas conductuales que un Estado determina para asegurar el bienestar social. Actualmente, la biopolítica ha mutado bajo una operativa más fina y minuciosa: busca producir no tanto un control de las conductas desde lo disciplinar anatómico, o lo regulativo estadístico, sino desde la producción de un dispositivo de sensibilidad que intenta inducir la percepción de toda experiencia vital y cotidiana de las conductas de lxs cuidadanxs. Lo que se podría denominar biopolítica estética, esta nueva intervención del biopoder, es un modo de ejercicio productivo de poder que viabiliza el capitalismo actual, donde se consolida un diagrama de producción sensible de las subjetividades, a partir de una percepción que toma como centro de distinción la autoafirmación de una existencia exageradamente displicente, y que se ve exacerbada por el convencimiento artificioso de una heroicidad espectacularizada de la propia experiencia. El dispositivo del Espectáculo, que no refiere ya a desear ser visto y reconocido por otrx, sino a la necesidad de verse a sí mismx “viviendo” en medio de una experiencia cotidiana, porque ya hemos perdido la posibilidad de hacer experiencia por nosotrxs mismxs. Se trata no ya querer ser deseadx, sino desear ser deseable[5].
Es necesario pensar esta biopolítica como un modo estético-político de relación con la vida. Entonces, pensar la biopolítica estética, es dar cuenta de la transformación de los modos de vinculación de las singularidades subjetivas con el mundo, desde la performatividad de las formas sensibles con que se configura una percepción de dicho mundo. De este modo, las existencias se producen bajo un fondo irreductible de insensibilidad anómica, que determina la mayor arbitrariedad despótica bajo un doble procedimiento: una insensibilidad a sí mismo, por parte de la extremada egolatría y obnubilación narcisista; y, una insensibilidad a lx otrx, por extremada artificialidad afectiva. El dispositivo farmacopornográfico, que desarrolla Paul Preciado en Testo Yonki, es la modalidad biopolítica que produce esta insensibilidad necesaria como presencia efectiva de la precarización de la existencia. La inmunología se tiende como la operativa que constituye la profilaxis infinita de toda preexistencia relacional. Un poder terapéutico que manda ante todo a “cuidarse”. Cuidarse como un modo de alejamiento de todo registro afectivo, pero de producción sensible de la individualidad farmacoespectacular. En síntesis, lo estético de esta biopolítica, es el modo en que se provocan ciertas disposiciones sensibles, desde el Farmacopornopoder y el Espectáculo, que regulan los procesos de autosubjetivación del sentir, algo que paradójicamente se vuelve muy necesario, para efectuar una existencia mínima, en medio de esta invasiva extirpación de la experiencia vital que realiza el capitalismo sobre nuestras formas de vida.    
Decía Guattari, en San Pablo, allá por 1992, que el capitalismo mundial integrado y su temible instrumento de producción de subjetividad mass-mediática tiende a transformar a sus ciudadanos productores-consumidores en zombies impersonales, desingularizados, serializados.[6] Es aquí donde toma importancia la propuesta guattariana del Nuevo Paradigma Estético. Si existe una vía de posible resingularización de las subjetividades, es re-establecer una resistencia a la era “mass-mediática” desde la producción de nuevas modalidades de subjetivación, donde la potencia estética –o mejor, protoestética- de sentir despliegue una fuerza de creación singular sobre todas las relaciones que el sujeto traza en su territorio existencial[7]. Se trata de producir una experiencia creadora de resingularización que tome el arte como su más alta expresión vital y con ello diagramar un umbral constitutivo de procesos creativos para autoafirmarse como foco existencial, como máquina autopoiética[8].
Es un paradigma estético procesual que hace coexistir en una atmósfera caósmica las fuerzas vivas de las mutaciones con los equipamientos sedentarios de la identidad, pero a los efectos concretos de hacer vibrar todo ese aparato de codificación sensible a tal intensidad que se desborden las formas habituales de percepción. En ese sentido, el nuevo paradigma estético tiene un vínculo directo con la era post-mediática[9], como praxis colectiva de resingularización en la que la heterogénesis del ser procesual se expande en una proliferación multiplicada de acciones comunitarias, de alianzas secretas y micropolíticas mutantes. Vida doméstica, laboral, comercial, familiar, escolar, social, natural: vidas plurales y cotidianas que se tejen en un entramado estético-político de sensibilidad compartida. Por ello, el desafío se desata en la necesidad de resingularizarse bajo un  triple plano existencial: mental, social y cósmico; es ahí donde la ecosofía como praxis ético-estética y política se propone como una expresión más amplia y compleja que socava la dirección unívoca del discurso cientificista de la ecología y desmonta la secular mirada segmentadora del saber y el hacer,

Todo debe ser tomando en esta perspectiva de elaboración procesual. La resistencia, desde entonces, no es solamente una resistencia de los grupos sociales, es una resistencia de las personas que reconstruyen la sensibilidad, a través de la poesía, la música, de las personas que reconstruyen el mundo a través de una relación amorosa, a través de otros sistemas urbanos, de otros sistemas pedagógicos. Es la reasunción, la reapropiación procesual de la producción del mundo, antes que partir de un mundo de valores universales y de una biósfera que se supone estar ahí para siempre. Hay hoy un problema de responsabilidad ética y pragmática radical[10].

Una performance se piensa como una acción estético-política que diagrama un territorio de composición abierta, donde ciertas líneas afectivas intervienen el continuum sensorial con el que se ha acostumbrado percibir la realidad, un entramado perceptivo que es efecto claro de esa disputa de lo sensible que dimos a llamar biopolítica estética. Sabemos que dicha querella no se da por los grados de argumentación posibles al respecto de un suceso o un modo de pensar los acontecimientos, sino que aquello que está en tensión estética y políticamente es el modo de percepción. Por ello, entendemos que la performance es una práctica estético política que tensiona el común sentido y el buen sentido que determinan la sensibilidad colectiva. Es una praxis corporante que abre la posibilidad de una resistencia sensible, de una especie de individuación, cierta autopoiesis, que resingulariza lo procesual de la subjetividad enlazando transversalmente los planos individuales, colectivos y cósmicos, como lo pensaba Guattari.
Una performance, y refiero puntualmente a las performances latinoamericanas decoloniales, no hace más que proponer, bajo cierto procedimiento técnico y estético, una disponibilidad vital, un plano de circulación afectiva, por donde transitan aquellas intensidades necesarias para alcanzar el punto de originación mínimo que sostenga la existencia, en medio de tantos arrebatos extractivistas colonizantes y codificaciones capitalistas cotidianas. En ese sentido, hacer una performance decolonial es fundamentalmente hacerse un cuerpx, en su pleno sentido ético-estético y político, pero también epistémico-pedagógico. Una performance decolonial es un modo de conocer aquel mundo que es necesario crear para que una existencia logre respirar. Guillermo Gómez-Peña decía que ya no podía creer en los saberes que no podía encarnar, su cuerpx se ha vuelto un plano de circulación y producción de saberes sensibles. En ese sentido, una performance que descolonice lo sensible es una apertura en el régimen de percepción, que hace presentes fuerzas y afecciones que todavía no podían ser percibidas, su registro epistémico-pedagógico se da en la potencia de transfiguración sensible de todo aquello que se dispone en la acción performática.  
Lorena Cabnal, feminista comunitaria indígena, Maya-K’Iché, es quien desde su Guatemala invadida, abre la posibilidad de pensar resistencias sensibles desde un territorio-cuerpx comunitario, que es una intención de lucha por la autonomía corporal y territorial de los pueblos colonizados. Su territorio-cuerpx se hace desde la experiencia de un tejido de sanación que trama fibras ancestrales como un gesto de resingularización efectiva, de las heridas producidas por la colonialidad moderna-europea, epistémica, estética y políticamente. Se trata de una contrapedagogía de lo sensible comunitario que resiste las formas de la crueldad imperante en medio de tanta apatía y violencia descarada. Esas pedagogías de la crueldad que, como bien dice Rita Segato, nos fuerzan a aprender a no sentir, aprender a no reconocer el dolor propio o ajeno, desensitizar-se y que forjan la personalidad de estructura psicopática funcional a esta fase histórica y apocalíptica del capital[11].

Me siento impotente, no puedo cambiar las cosas. Pero esta rabia me sostiene y la he visto crecer desde que me di cuenta de lo que estaba pasando. Es como un motor, un conflicto dentro de mí que nunca cede, nunca dejar de dar vuelta, nunca” (Regina José Galindo)[12]

La performance como resistencia sensible es el gesto profundamente vital de hacerse el cuerpx que deseamos y necesitamos para transitar las intensidades de nuestra época: se busca mover, tocar, acercarse, caminar, se intenta una respiración colectiva que abraza y acompaña los duelos, las matanzas, lxs desaparecidxs, esas grietas heridas muy vivas antiguas y las más recientes también. Una performance decolonial es un modo de conjurar la vida comunitaria, singular y comunitariamente a la vez, es ese modo de hacer más sensible una comunidad afectiva.         


* Trabajo presentado en las II Jornadas Internacionales de Filosofía y Ciencias Sociales y I Coloquio Nacional de Arte, Estética y política. De la crítica a la transformación: rebelión y resistencia a 50 años de los movimientos sociales del '68. Universidad Nacional de Mar del Plata, Noviembre 2018


[1] Le Breton, D.: Cuerpo sensible. Santiago de Chile: Metales Pesados, 2010, 41
[2] S. López Petit: Hijos de la noche. Bs. As.: Tinta Limón, 2015, 192-193
[3] “…el conjunto de mecanismo por medio de los cuales aquello que, en la especie humana, constituye sus rasgos biológicos fundamentales podrá ser parte de una política, una estrategia política, una estrategia general de poder, en otras palabras, cómo, a partir del siglo XVIII, la sociedad, las sociedades occidentales modernas, tomaron en cuenta el hecho biológico fundamental de que el hombre constituye una especie humana…” (Foucault, Defender la sociedad, 2001, 15-16)
[4] Pelbart, P. “Biopolítica y contra-nihilismo”, en Nómadas, Universidad Central, Colombia, N° 25, octubre, 2006, 14.
[5] Tiqqun: “Hombres-Máquina. Modos de empleo” en Primeros materiales para una teoría de la jovencita. Bs. As.: Hekht Libros, 2013, 180.
[6] Guattari, F.: “Ecología y movimiento obrero. Hacia una recomposición ecosófica”, en ¿Qué es la ecología? CABA: Cactus, 2015, p. 313
[7] Guattari, Caosmosis, 2006, p. 125
[8] Guattari, Caosmosis, 2006, p. 130
[9] Guattari, Las tres ecologías, 1996, p. 65
[10] Guattari, ¿Qué es la ecología? 2015, pp. 76-77
[11] Segato, R.: Contrapedagogías de la crueldad. CABA: Biblos: 2018, 64.
[12] Goldman, F. & Galindo, R. en BOMB 94/Winter 2006, Art. 01/01/2006

jueves, 4 de febrero de 2016

Ropa Interior

Ropa Interior
Dir.: Gimena Torti
Componen: Florencia Álvarez, María del Mar Castronuovo, Virginia Covelli, Gimena Torti
Artista Invitada: Cristina Ribas
Espacio Teatral Cuatro Elementos, Febrero 2016




Mostrar la piel no alcanza para estar desnudo. Se vive desnudo cuando sólo se piensa en estar vestido. Vestidos de sentidos, de razones, de ideales; ojos juiciosos que (in)visten ropajes antiguos y adolecen de sensaciones actuales, miradas que visten significados heredados como una suma declaración unívoca de su pasado. La ropa interior que contiene la intimidad de ese pasado, oculta un afuera más íntimo que lo exterior, su máscara. 

Lo interior no es más que el afuera de toda exterioridad; entonces ahí sí, la piel se vuelve nuestro más profundo y poroso límite. No hay ropa que no sea interior, si el cuerpo olvida todo lo aprendido y se expande osadamente para abrazar el misterio que lo crea. Un cuerpo nunca termina de hacerse.




En Ropa Interior, parece que son cuatro cuerpos en escena, pero infinitos entre sí; y en el entrecruzamiento permanente de sus sincronías, perdura latente un gesto que desborda todo sentido, y se posa en la superficie de lo que cambia, de lo que muta y transforma. Cuerpos tejidos en la filigrana material de una construcción colectiva, donde todo se mueve en la simultaneidad sanguínea de sus pasos, sus (a)brazos, sus músculos y tendones… cuerpos entrelazados por afectos que multiplican sus vidas, que devienen colectivamente un cuerpo-danza. 

Cuatro cuerpos, y hay un quinto -una invitada dicen-, que opera inicialmente la apertura de un plano sensible con su movimiento (des)plegado entre palabras que brotan de un fondo sonoro, ulterior y siempre inasible. Palabras ardientes que explotan en el aire para increpar a esos cuerpos presentes. Su apertura explora el espacio como un corazón que late en alteradas marcaciones, una lengua inquieta que amplía las cavidades molares y expande un mar colorido de movimientos desfasados. Una invitada que deviene “precursor sombrío” entre las fuerzas reverberantes de la atmósfera escénica.




Mover el cuerpo no alcanza para danzar, cualquiera puede hacer eso… se danza cuando nace el movimiento íntimo de un cuerpo afectivo, que despliega la fuerza insurgente de desnudar el sentido común. Ese mismo sistema sensorio-motor que ordena despóticamente todos los movimientos, un protocolo policial del gesto que identifica e interpreta toda expresión. Por eso, nada es más crítico de la buena percepción ordinaria, que un cuerpo que danza la intensidad de su propia interioridad. 

Una danza disruptiva que efectúa la mirada abierta y simultánea de su piel palpitante, atravesando, rompiendo, agrietando el denso terciopelo narcótico de la percepción socialmente aceptada. Es un cuerpo que puede… y que se sostiene en vida por esa potencia que lo activa en medio de fuerzas desconocidas. Tal vez, danzar así, traiga como germen incipiente el acontecimiento de una vida que no cesa de pasar, de fluir infinitamente, en la intensidad derivada de una sensación aún imperceptible.




Cuatro (mil) cuerpos que se dedican a saltar la soga como experiencia del límite, seguirla en su contoneo, caminar sobre ella; cuerpos que dan a plegarse en la propia vestimenta y descender con ojos tomados por la unidimensionalidad de la mirada, un juego electrónico que computa efectos de autómatas (in)sensibles. Cuerpos que exhalan con fuego el aire ritualizado de un fondo muy personal que se agita ante el ocultamiento desesperante de su rostro. 

Los cuerpos al desnudarse no desafían ningún orden de lo cotidiano, si no perforan y deshacen la trillada identidad vestida de simulaciones con la que vivimos a diario. Placebos insistentes que surgen para cautivar el gusto de tener una identidad común, bailar al ritmo de lo que nos mueve, un ser-bailado en la sintonía amable de lo habitual. Un cuerpo vestido que desnuda una docilidad casi teológica al sostener el patrón de medida de toda musicalidad, esa que domina placenteramente el movimiento del cuerpo y del alma.




Despegarse de esa omnipresente mirada constitutiva implica abrir caminos en el interior de una sensación, calar entre sus fibras mínimas y perforar toda suerte de impedimentos que la oculte y la consolide. Sentir en la velocidad pautada de un ritmo métricamente determinado, sentir a velocidad estándar, es marcar el paso de una sensación. 

Lentificando el ritmo de lo que nos mueve, se puede alterar el andar de las sensaciones, y en esa densificación de la vivencia, la simultaneidad del acontecer porta el peso magro de lo desbordante como un grito explosivo de simiente incierta. Sentir siempre a velocidades y lentitudes infinitas.




Estalla, su cabeza razonable, un confuso conglomerado de polvo mental que es necesario implosionar (hacer polvo “estelar”) para abrir ese cuerpo plegado de vestimentas pasadas, harapos incipientes que se (com)portan como un ropero melancólico de todo lo que alguna vez se fue. Acción antropofagia indagatoria de un tiempo que nos constituye como el soporte muerto de una vida inexistente; y ahí mismo, en ese cuer(p)o, en ese pe(n)sar, se libra la más viva de todas las batallas: la imperiosa necesidad de arder deseosamente en preguntas. 

Una batalla de tensiones, de “extensiones” e “intensiones”, en un campo afectivo donde lo vibrátil de las fuerzas nativas de resistencia se lanzan a la confrontación insistente de una vida sin más, de una vida singular. Nada personal, nada individual, pura multiplicación de pliegues anónimos, afectos de una comunidad subterránea que no quiere ser reconocida, tan sólo dejada en paz.

   

       
No es más que danza, dicen. Una danza como territorio de experimentación sensible, una danza micropolítica que potencia los cuerpos efervescentes ante la anestesiada vida cotidiana, donde debe usar(se) lo que todos usan para tener la dignidad de una vida común. Y entre lo común se danza, con ese mínimo movimiento, con un con-mover extendido que afecta y recuerda un pasaje olvidado, que despierta un pas(e)ar repetido e ignorado, que funciona como operativa de desarticulación de la autómata vivencial. 

Se trata de una danza que apuesta por amplificar los pliegues de lo sensible y hacer proliferar las afecciones del alma. Porque tal vez sea ésa la mágica transformación del cuerpo, dar vida al alma sensible que adormece en las más íntimas entrañas de nuestros cuerpos. Quizás lo “interior” de la ropa vaya más allá de la desnudez y evoque el colorido fulgor del alma en sus carnales experiencias, en su profundidad más superficial.





Ropa Interior, expresa la desnudez de un cuerpo que no desea vestirse, que (re)clama con voz anímica cuando la ropa aprieta y sofoca, la desnudez de un cuerpo que resiste el embate de los que se apropiaron del alma como identidad última. Pues se ha hecho creer que el alma pertenece a otros ámbitos, pero no hay más alma que la producida en un encuentro entre cuerpos vivos, que atenta y cuidadosamente se apoyan, se sienten, se rozan, se calman, se rinden, se ronronean, se acarician, se vierten, se ocultan, se grisean, se palmean, se patinan, se aman. Tal vez, hoy, no haya mayor revolución que sostener un gesto amorosamente en el tiempo. 

El alma nunca ha dejado de ser el quantum intensivo de las relaciones corporales, y la danza, ésta danza llamada a sus contemporáneos, el trazado íntimo de una vida que aún no está definida ni figurada. Se trata quizás, de una danza que apuesta a la sensibilidad futura, aún no inventada. Ahí la línea oceánica que esta obra “contemporánea” produce: una y mil posibilidades de co-crear la potencia vital de un cuerpo siempre nuevo.